sábado, 1 de noviembre de 2008

La represión de baja intensidad es un nuevo carro celular destinado a esconder el 'espectáculo' de la esfera pública

Entrevista al antropólogo Daniel Andrés Egaña Rojas de la Universidad de Chile

rebelion.org

Galizalivre.org: La tortura, para ser útil, se debe propagar entre la sociedad, o mejor, entre los círculos militantes, pero siempre bajo la forma de rumores, nunca de certezas. ¿Cómo gestiona un Estado el imaginario de la represión?

Egaña Rojas: Creo que la pregunta requiere distinguir entre Estados de derecho y Estados de excepción (dictaduras, estados autoritarios, monarquías totalitarias). Es cierto que estamos ante una distinción abstracta, que para mucha gente puede carecer de sentido o simplemente sonar inoperante (cómo llamar “Estado de derecho” a ciertas democracias que mantienen espacios de excepción continuos, casi institucionalizados), pero es fundamental para pensar el problemas como el de la tortura. En teoría, por ejemplo si seguimos la convención de naciones unidas, la tortura es ajena a todos los Estados –ya sean de derecho o regímenes excepcionales-; es esperable por tanto que cualquier Estado niegue explícitamente el ejercicio de la tortura con fines políticos, de disciplinamiento y control social, y sin embargo sabemos que esto no es así.

Entonces, por qué es útil la distinción. Creo que las estrategias de operación que sigue el Estado en uno y otro caso pueden variar. (Desde luego que estamos hablando de forma hipotética, con modelos ideales que, aunque facilitan la explicación, nunca se expresan en su forma pura). Por ejemplo, existe un argumento propio de los “Estados de derecho” en que se practica la tortura, a saber, el de “los excesos personales”. Podríamos resumirlo del siguiente modo: si en un Estado democrático la sociedad civil denuncia y hace público un caso de tortura ejercida por el Estado –ya sea por medio de un funcionario policial o uno militar en zonas fronterizas-, es posible (si el gobierno reconoce la acusación como cierta) que el acusado sea cesado de sus funciones y se le realice algún tipo de juicio, a fin de establecer una clara distinción entre el individuo que ha torturado y la entidad abstracta a la cual representa, es decir, el Estado. La individualización del ejercicio de la violencia ilegitima (como la tortura) intenta salvaguardar el uso de la violencia legítima que dispone el Estado. Pero este hecho plantea dos interpretaciones: una positiva, en la cual el Estado acepta que cometió un error en sus mecanismos de delegación del poder, e intenta enmendarlo desligando de las estructuras de gobierno a ciertos individuos; y una negativa, que ve como el Estado se desvincula de sus acciones mediante la individuación de sus funcionarios, pues es inevitable preguntarse si existe algo como el Estado –y su gobierno- al margen de esa red de individuos de la cual el funcionario que aplica la violencia ilegitima es parte. Esta ambivalencia de lecturas, creo yo, pertenece al mismo núcleo simbólico por el cual la tortura se asocia con el rumor, con una verdad velada, con un saber implícito sobre la violencia (legitima e ilegitima) que puede ejercer un Estado sobre la sociedad.

Desde luego que el argumento de la responsabilidad individual no es exclusivo de los Estados “de derecho”. Basta recordad el caso de los soldados estadounidenses que en 2004 posaron en fotografías mientras torturaban a soldados iraquíes. De la condena de la soldado Lynndie England no se deduce que la tortura se encuentre al margen de las políticas de guerra estadounidenses. Y sin embargo los Estados de excepción permiten llevar la violencia ilegitima y la represión un paso más allá. En el estado de excepción la normatividad jurídica es puesta en suspenso y los derechos civiles son temporalmente eliminados. Se produce un vacío normativo que es, a su vez, un vacío político pues el espacio en el que el Estado ejerce su violencia se ha sustraído la publicidad (en el sentido de lo público) necesaria para constituir la política. La excepción no sólo suspende la norma, sino que también restringe el transito, elimina la libertad de expresión, la libre asociación, etc. Por lo tanto, como plantea un filósofo italiano, Giorgio Agamben, la violencia que ahí se ejerza ya no depende de la normativa –que finalmente distingue entre lo legitimo e ilegitimo- sino del criterio del funcionario Estatal que actúa como representante del poder soberano. Ahora bien, cualquier Estado moderno, aun cuando se halle en una situación de excepcionalidad jurídica, se encuentra en relación con una comunidad internacional (organismos internacionales, otros Estados) de la cual no puede sustraerse; por lo tanto tampoco puede reconocer la correlación que existe entre excepción jurídica y empleo de violencia ilegitima. Es aquí donde el secreto reaparece, como un elemento un tanto esquizofrénico, producto de que el Estado niega oficialmente una práctica que se encuentra normalizada.

Ahora bien, yo no creo que en el ejercicio de la violencia ilegitima exista una gestión, en el sentido de una administración consiente y precisa, sobre los límites del imaginario social que produce la represión. Creo que la violencia en general, pero sobre todo la ilegitima –donde las conductas no se encuentran pautadas-, siempre desborda los límites y las intenciones originales. Desde luego que comparados con las detenciones masivas o los allanamientos, la tortura es un instrumento de represión relativamente sofisticado, donde podemos estar seguros que la represión (y el imaginario que esta produce) no se dirige sólo sobre el individuo torturado, sino que también sobre sus círculos sociales más cercanos (la familia, los amigos, sus pares).

Galizalivre.org: Dice que en Chile se pasó de la construcción arquetípica del terrorista, en cuanto sujeto depositario de la soberanía dictatorial, al del delincuente común, en tanto que fantasma social del período actual. Sin embargo, ¿sobrevive aún la figura del terrorista como justificación de la represión política?

Egaña Rojas: Desde luego que la figura del terrorista sobrevive como discurso latente, dispuesto a ser reactivado en determinadas circunstancias. Pero también es indudable que es un discurso que adquirió nuevas dimensiones después de la caída de las torres gemelas. De cierta forma paso a ser internacional. Antes del 2001, el terrorismo era pensado localmente, como un problema nacional, pues en muchas formas era un modo de señalar –desde el Estado- a las formas subversivas (legítimas o no) que cuestionaban su soberanía. En el caso de Chile, el imaginario oficial sobre el terrorismo adquiere en los años ochenta cierta institucionalidad al promulgarse la ley 18.314, conocida popularmente como ley “antiterrorista”. En ella se plantea que ante una serie de delitos contemplados por el código civil (homicidio, secuestro, producción de incendios, asociación ilícita, infracciones contra la salud pública, apoderamiento de vehículos públicos, etc.) de considerarse actos terroristas, su pena aumentaría hasta en tres grados. La pregunta es quién posee la facultad de determinar que un hecho constituye o no un acto terrorista. Desde luego que en un régimen de excepción como el que se vivía en Chile de los 80, era el Estado quien se atribuía esta facultad. La figura del terrorista era en el fondo un argumento por medio del cual el Estado dictatorial podía dirigir su violencia hacia determinados grupos de oposición. El problema, y eso lo hemos visto en la política exterior de EEUU después de la caída de las torres gemelas, es que la lógica del terrorismo descansa sobre el supuesto paranoico de que el fin último de cualquier acto de nuestro adversario se orienta hacia el socavamiento del orden institucional: la opción entre amigos y enemigos se radicaliza, y aquí es cuando la estrategia de represión deja un espacio abierto al desborde de la violencia: cualquiera puede ser terrorista.

Al término de la dictadura y ante la posibilidad de replicar el ciclo, los gobiernos de la concertación debieron sustraer el imaginario del terrorista de la política pública. La estrategia que se siguió fue la de asociar dicho imaginario exclusivamente a los grupos de oposición armada al régimen militar, a fin de que tras su desarticulación la imagen del terrorista se diluyera. La imagen del delincuente común viene a llenar un vacío de deja la lucha antiterrorista. Para que la violencia del Estado sea legitimada, es necesario que exista un depositario claramente identificable que amenace real o simbólicamente la estabilidad del orden institucional. Pero que el delincuente haya llenado gran parte del imaginario de inseguridad no quiere decir que la figura del terrorista desaparezca. Para ser rigurosos, cada vez que se aplica la ley 18.314, esta figura re emerge. Tal vez, el caso mapuche puede ser considerado como el paradigma de la cita a la imagen del terrorismo. Las demandas sociales que diversas organizaciones mapuches realizan son despolitizadas cada vez que se aplica la ley antiterrorista en las detenciones; al margen de lo escandaloso que resulta que las garantías procesales de los detenidos se vean limitas al amparo de dicha ley, se va configurando un imaginario social –reforzado por cierto medios de comunicación- donde el sujeto mapuche es igualado al terrorista, dejando abierta la posibilidad de aplicar la violencia del Estado con toda su fuerza.

Galizalivre.org: No sabemos si conoce el caso del Estado español. Amnistía Internacional le recuerda cada año que no se lucha contra la tortura policial y que no se cumplen garantías. Año tras años el gobierno español se niega a instalar cámaras en las dependencias policiales. Los que más denuncian las torturas son los presos independentistas (de Euskadi, Cataluña o Galicia).
Con todo, algunas voces militantes dicen que es preferible la no instalación de cámaras. Argumentan que esto sólo desplazaría las torturas a los ángulos ciegos y, de paso, deslegitimando de antemano cualquier posible denuncia por tortura. ¿Piensa que esto sería así?

Egaña Rojas: Si, como hemos dicho, el Estado es quien comúnmente monopoliza la violencia, es imprescindible limitar su ejercicio. Pues cuando el ejercicio de la violencia recae en el criterio (la decisión) del funcionario estatal, estamos muy cerca de la lógica de excepción jurídica. Establecer controles a los aparatos del Estado, especialmente a quienes se encargan del ejercicio de la represión, es una tarea fundamental de la democracia.

Sin embargo, las democracias liberales, así como mucho de los organismos internacionales, son muy llevados a los formalismos, y la instalación de cámaras puede transformarse en uno más de ellos. Cuando un gobierno está dispuesto a que el Estado ampare la utilización de violencia ilegitima para el control social, poco importan las cámaras. En casos de Estados de excepción, como dictaduras, la mayor parte de la violencia ilegitima no se realiza en los espacios policiales tradicionales. Desde luego que el abuso del poder ocupa también a estos lugares. Pero lo “normal” es que surjan una serie de centros clandestinos de detención, donde la violencia ilegitima carezca completamente de control.

No estoy diciendo que la instalación de cámaras sea una estrategia ineficaz, por el contrario, puede ser de gran utilidad para establecer controles al interior de los recintos policiales. Pero tampoco hay que ser ingenuos de pensar que con las cámaras el problema se erradica. Junto con controles tecnológico hay que revisar los marcos legales que permiten el ejercicio de la violencia ilegitima, así como revisar la formación ideológica y valórica de los funcionarios policiales. Erradicar este tipo de prácticas es un proceso más complejo que instalar cámaras de seguridad.

Galizalivre.org: En los últimos años las estrategias represivas han evolucionado hasta la llamada “represión de baja intensidad”, que se apoya en prácticas menos denostadas socialmente. Por ejemplo la dispersión de presos políticos. Un asesino, será ingresado en la cárcel más próxima a su casa. Un independentista sin delitos de sangre, será ingresado en la cárcela más lejana de su casa. ¿Es la dispersión una medida contra el preso, contra su familia, o contra todo un movimiento?

Egaña Rojas: Gran parte de lo que se llama represión de baja intensidad es producto a que los gobiernos han descubierto que la represión no necesita de la espectacularidad para ser eficiente. Hubo un momento en la historia en que la tortura era legítima tanto en el proceso como en la pena. Era un acto público, ejemplificador. Pero a finales del siglo XVIII, como bien relata Foucault, junto a toda la reflexión de los derechos del hombre, nace la cárcel moderna y el carro celular. El espectáculo es sustraído de la escena pública, y aparentemente la tortura desaparece. Pero sabemos que eso es una ilusión, que la tortura nunca desapareció y sólo fue proscrita del abanico de prácticas que maneja “legítimamente” el Estado. De cierta forma, la represión de baja intensidad es un nuevo carro celular, destinado a esconder el “espectáculo” de la esfera pública. La dispersión es un ejemplo de ello. Al ubicar al detenido a grandes distancias de su familia y de sus redes sociales, no sólo se lo mantiene virtualmente incomunicado, rompiendo los lazos que lo vinculan a cierta comunidad, sino que se intenta eliminar o al menos limitar una serie de manifestaciones que las redes sociales del detenido pueden realizar afuera de las cárceles, evitando hacer público las razones que envuelven la detección.

Junto con constatar que a menor “espectáculo” hay menor vigilancia por parte de la sociedad civil, los gobiernos han descubierto que sin romper los límites de una democracia es posible articular sistemas represivos altamente selectivos. Lo que se llama represión de baja intensidad tiende a hacerse en los estrictos límites del derecho, satisfaciendo las exigencias de la comunidad internacional. Y ese es uno de los peligro de orientar los debates sobre el uso de la violencia ilegitima hacia formalismos.

Entrevista realizada por el portal independentista galizalivre.org

Ver la original en gallego en: http://www.galizalivre.org/index.php?option=com_content&task=view&id=1475&Itemid=1

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