domingo, 11 de mayo de 2008

Escenas (¿o escenario?) de guerra


Andrés Cabanas

Por momentos, Guatemala parece un país en guerra. El 15 de marzo, Marina, Ejército y Policía Nacional Civil participan en un operativo en Izabal para liberar a cuatro turistas belgas y dos guatemaltecos retenidos por campesinos: invaden una comunidad, registran casas sin orden judicial, capturan ilegalmente a tres pobladores y ejecutan a otro con un disparo efectuado en línea recta a tres metros de distancia [2]. El 17 de marzo, ingresan a Puntarenas, en continuación del operativo anterior, allanan viviendas y destruyen infraestructura, buscando armas que nunca aparecen. El 27 de marzo, los diputados solicitan incrementar la presencia de Policía y Ejército en determinados departamentos, “para recuperar el control del territorio”.

El 28 se anuncia que 500 soldados Kaibil [3] serán trasladados desde su sede en Poptún hacia el lago de Izabal, para combatir el narcotráfico y, de repente, otras malas hierbas. También el 28, unos 2.000 policías y soldados ingresan a San Juan Sacatepéquez para capturar a 13 líderes comunitarios opuestos a la instalación de una fábrica de Cementos Progreso (propiedad de la familia Novella) en la localidad [4].

Casi a diario se genera un estado de opinión desfavorable a los campesinos y sus demandas sociales. Son considerados por políticos y medios de comunicación como usurpadores, invasores, delincuentes, enfermedad terminal, terroristas, destructores del medio ambiente y las reservas naturales, manipulados por los narcotraficantes: Se habla de fronteras difusas entre narcotraficantes y campesinos. O de campesinos utilizados por narcotraficantes para ocupar y despejar áreas y corredores de paso de droga. Estas “fronteras conceptuales débiles” se abstraen del contexto social y obvian la raíz de los problemas, legitimando la persecución.

La línea de confrontación es ascendente y se dibujan escenarios extremos y apocalípticos, como el de la narcoguerrilla, que recuerdan a Colombia y que sólo sirven para justificar mayor presencia militar y sobre todo intervención de fuerzas extranjeras como Estados Unidos, en el marco de su estrategia de seguridad hemisférica y de la extensión de su frontera sur hasta el río Usumancita.

En este contexto, ya no resultan anecdóticas ni descontextualizadas las declaraciones emitidas por el vicepresidente Rafael Espada el 27 de febrero, solicitando el incremento del Ejército. Planteadas en un inicio como respuesta ante el anuncio de la apertura de los archivos militares, tienen también una dimensión estratégica: el uso de la fuerza para el control de los movimientos sociales, con la pantalla de la ambigua y nunca efectiva lucha contra actividades ilegales. Esta estrategia abarcaría tanto el control de la conflictividad agraria como de otros movimientos sociales [5].

Antes de que sea (de nuevo) demasiado tarde

La recuperación del peor discurso de la seguridad nacional, donde las reivindicaciones sociales constituyen el enemigo interno; el fracaso de los espacios de diálogo existentes; las tensiones sociales y económicas irresueltas o agudizadas por factores externos e internos (estrategia de acumulación a partir de la explotación de bienes naturales) tienden a favorecer la polarización. El problema de los escenarios de enfrentamiento extremo –aunque sea en el nivel discursivo- es que pueden volverse irreversibles y sólo dejan abierta la puerta para nuevas polaridades, excluyendo opciones de concertación.

Las acciones en el límite de lo permitido de campesinos que retuvieron a ciudadanos extranjeros completan el dibujo de una situación extremadamente conflictiva, donde se retoman formas de actuación propias del conflicto armado. Independientemente de consideraciones políticas o humanas, ésta puede ser la apuesta futura de algunos sectores sociales, en el limite o más allá del marco político legal. Que las escenas de guerra no se conviertan en escenario permanente, depende en primer lugar, de la capacidad de diferenciar delincuencia común, poderes criminales y movimiento social [6].

En segundo lugar, depende de la capacidad de rescatar el diálogo como proceso vinculante y orientado a favorecer las necesidades de las mayorías; rescatar el Estado de las corporaciones; rescatar la institucionalidad de los intereses particulares que la limitan. En fin, rescatar la política (hecha por todos y para todos) de los poderes económicos (legales y ocultos) predominantes.
Notas

[1] Informe de la Procuraduría de Derechos Humanos.

[2] Informe de la Procuraduría de Derechos Humanos.

[3] Cuerpo de elite del Ejército, acusado de múltiples violaciones a los derechos humanos durante el conflicto armado, como la masacre de las Dos Erres en Petén, donde fueron asesinadas 178 personas entre hombres, mujeres y niños.

[4] No son situaciones nuevas: el 5 y 14 de diciembre de 2007, al menos 15 personas (según Prensa Libre, 17 según El periódico) fueron detenidas después de enfrentamientos entre policía y pobladores opuestos a la instalación de una cementera en San Juan Sacatepéquez. A los detenidos se les acusa de delitos de atentado, agresión, lesiones y portación ilegal de arma de fuego. Previamente, había sido detenido Oswaldo Car García, acusado por los delitos de incendio, instigación a delinquir y coacción (específicamente, por la voladura de un puente en la ruta hacia las instalaciones de la cementera, el 13 de septiembre).

[5] El documento “América Latina, una agenda de libertad”, elaborado por políticos conservadores latinoamericanos y europeos en 2007, identifica como enemigos principales el “altermundismo y distintas manifestaciones de indigenismo, populismo y fanatismo religioso”.

[6] Incluso cuando las luchas sociales rebasen el marco legal. O en la eventualidad de que sectores sociales empobrecidos, en un marco de ausencia y debilidad extrema del Estado, se vinculen coyunturalmente a la economía criminal.
Domingo 6 de abril de 2008
www.revistapueblos.org

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