martes, 6 de mayo de 2008

IGNACIO SOTELO "el nuevo cariz de la guerra " trabajo social-armado


En los dos últimos decenios hemos asistido a cambios vertiginosos en la economía (globalización), en la política (el nuevo papel del Estado), y en la sociedad, que está dejando de articularse en torno al trabajo asalariado. De los que tal vez menos nos percatemos, pese a su enorme importancia, son de los que se refieren a la guerra.

De acuerdo con la experiencia ganada en las guerras napoleónicas, el general prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831) escribió unas reflexiones sobre el fenómeno bélico, publicadas después de su muerte, y válidas hasta bien mediado el siglo pasado. El poder militar pasa de la nobleza (feudalismo) al monarca (monarquía absoluta), "pero en época reciente se ha convertido en la expresión de la energía nacional total". La guerra consiste en "un acto de violencia que no reconoce límites para conseguir un solo objetivo, que el adversario se doblegue a nuestra voluntad". No se trata de aniquilar el Estado enemigo, ni mucho menos de modificar las estructuras socioeconómicas existentes, sino únicamente de obligarles a cumplir la voluntad del vencedor. "La guerra parte siempre de una situación política y es un motivo político el que la desencadena. La guerra no sólo es un acto político, sino un instrumento de la política, una aplicación de la política con otros medios".

Clausewitz vincula la guerra moderna al enfrentamiento entre Estados. Ahora bien, nada ha cambiado tanto en los últimos decenios como el Estado, que en el mejor de los casos comparte soberanía, pero el territorio no cuenta ya con fronteras infranqueables, económicamente ni militarmente, y hace mucho tiempo que ha perdido las que fueron sus funciones principales, defender población y territorio ante los ataques exteriores y garantizar la seguridad interna. Si la guerra se define entre Estados con potencia militar equivalente, al hablar de guerra contra el terrorismo se modifica el significado de este concepto.

Al quedar los Estados agrupados en zonas controladas por una de las dos superpotencias, la guerra entre Estados se hizo imposible en Europa, a la vez que el armamento nuclear eliminaba la posibilidad de un enfrentamiento bélico entre las grandes potencias, que hubiere supuesto, y sigue suponiendo, el fin de la humanidad. Se ha evaporado así el belicismo inherente a los Estados modernos. Desde hace más de 60 años disfrutamos de paz en la belicosa Europa hasta el punto de que ya ni siquiera podemos concebir tensiones bélicas entre los Estados de nuestro continente. Ello no ha impedido que desde el desplome de la Unión Soviética haya aumentado de manera considerable el número de conflictos bélicos locales; pero nada, o muy poco, tienen que ver con las guerras de las que se ocupó Clausewitz.

Dos son hoy los tipos principales de conflictos bélicos, las guerras civiles internas cuya duración y resultado dependen del interés que por ellas muestren las grandes potencias, y las que origina la única superpotencia que queda al atacar a un Estado para imponerle el modelo socioeconómico que permita incluirlo en su zona de influencia, eventualidad que justamente prohíbe la Carta de Naciones Unidas.

Las guerras de Irak y de Afganistán son de este tipo. El objetivo no es ya sólo destruir la fuerza armada del enemigo, operación que dada la diferencia abismal de los Ejércitos enfrentados se consigue sin dificultad en muy poco tiempo, sino reconstruir un orden económico, social y político de acuerdo con los intereses del vencedor.

De ahí que hoy se hable de trabajo social armado, incluso de las nuevas funciones humanitarias de los ejércitos, tareas para las que hasta ahora están poco preparados. Cuando el objetivo es construir Estado y sociedad ex novo, la destrucción del Ejército enemigo, lejos de facilitar la labor, la convierte en casi inalcanzable manu militari. No parece factible la nueva misión que persigue Estados Unidos en Irak y Afganistán: por un lado, reconvertir al soldado en trabajador social que apoye la reconstrucción del país, sin perder, por otro, la capacidad militar de recurrir a la violencia.

La consecuencia más obvia y más importante es que esta nueva cara de la guerra influye directamente en la OTAN. Desaparecida la Unión Soviética, cabe preguntarse hasta qué punto sigue siendo necesaria una Alianza Atlántica, cuando contra la opinión de la mayor parte de los europeos los norteamericanos se empeñan en que su misión principal está hoy en Afganistán, a la vez que cabe cuestionar hasta qué punto sigue siendo una alianza exclusivamente defensiva, como la define el tratado.

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