lunes, 23 de marzo de 2009

Un velo negro sobre el paraíso

El próximo martes se cumplen veinte años del vertido del Exxon Valdez en las prístinas costas de Alaska. Una catástrofe cuya sombra llega a nuestros días


En 1867, cuando Rusia vende Alaska a Estados Unidos por 7,2 millones de dólares, la opinión pública norteamericana tilda el negocio de disparate, pues la nueva posesión se percibe como una tierra helada y baldía (de hecho, la patria chica de la gobernadora Sarah Palin no fue proclamada estado de la Unión hasta 1959). La «fiebre del oro», que a finales del siglo XIX provoca una auténtica estampida hacia el río Klondike, en Canadá, cambia esta percepción. Decenas de miles de personas abandonan sus hogares y cruzan el Chilkoot Pass y otros caminos imposibles entre glaciares y montañas en busca de la última gran aventura. El segundo «boom» que pone a Alaska en el mapa llega en 1968 con el descubrimiento de grandes depósitos de petróleo en Prudhoe Bay, en el océano Ártico. El oro negro trae prosperidad... y un velo oscuro como una noche sin estrellas sobre el paraíso.

Por esquivar un iceberg

Dos siglos antes de la catástrofe, el estuario del Príncipe William fue explorado por el capitán británico James Cook y por el explorador español Salvador Fidalgo, que buscaban el Paso del Noroeste. Aquel lugar inhóspito, de acceso imposible desde el interior, donde proyectan su sombra las imponentes montañas Chugach, debió maravillar a los pioneros de antaño, con las ballenas jorobadas surgiendo como misiles de las profundidades, frailecillos de aspecto cómico realizando vuelos rasantes en busca de peces y leones marinos retozando al sol en los salientes rocosos. En la década de 1970, Valdez, el puerto más septentrional libre de hielo, fue escogido como terminal del oleoducto Trans-Alaska, una gigantesca arteria de 1.280 kilómetros que tiene su origen en los campos de petróleo de North Slope. Costó 8.000 millones de dólares y tardó tres años en construirse. El primer petrolero, «Arco Juneau», partió de Valdez con las bodegas llenas el 1 de agosto de 1977.

El 23 de marzo de 1989, el «Exxon Valdez», comandado por el capitán Joseph Hazelwood, tuvo que modificar el rumbo para esquivar un iceberg en la bocana de la bahía de Columbia. Este tipo de maniobras es habitual en la zona y a priori no entrañan peligro, pero por razones que aún hoy se desconocen el buque chocó contra el arrecife de Bligh. En las primeras horas del 24 de marzo se le reventaron las tripas y comenzó a derramar crudo al mar: hasta 42.000 toneladas en un santuario natural con islas boscosas, calas protegidas y la mayor concentración de glaciares de desbordamiento de Alaska. Grandes trozos de hielo azulado se tiñeron de negro. La marea contaminó 2.400 kilómetros de costa y mató peces, ballenas, focas, nutrias marinas y aves (cuyo parte de bajas se estimó entre 300.000 y 600.000 individuos).

Batalla en el mar y en los tribunales

Las cuadrillas de limpieza tardaron en responder, no sólo por el pasmo que provocó la catástrofe durante las primeras semanas —el ser humano se sorprende de un fuego después de jugar con cerillas—, sino porque Estados Unidos no tenía una ley específica para afrontar y prevenir los vertidos de petróleo. Hubo que contratar 10.000 personas para limpiar el estuario y sus alrededores y contabilizar y retirar los animales muertos. A menudo fue necesario rascar el chapapote de las rocas a mano, una escena que por desgracia se haría familiar en las costas gallegas.

Después de una larga batalla judicial, en 1991 el Estado de Alaska y el Gobierno federal acordaron fuera de los tribunales que Exxon desembolsara mil millones de dólares en concepto de indemnización, que se sumaban a los 2.500 millones por las tareas de limpieza. En 1994 una demanda colectiva consiguió para los pescadores otros 5.200 millones de dólares, pero Exxon apeló el dictamen. El suceso condenó a la petrolera al descrédito eterno. Las responsabilidades jurídicas del desastre aún no han terminado de ventilarse, mientras que las ecológicas dependen del cristal con qué se miren. El aspecto del lugar del crimen parece impoluto a ojos del turista, aunque hay una muerte silenciosa, imperceptible, que quizás aún se esté tomando su tiempo.

http://www.abc.es/20090322/nacional-sociedad/velo-negro-sobre-paraiso-20090322.html

No hay comentarios: