La sociedad del Medievo se movió al ritmo que marcaba la Iglesia, presente en todas las facetas de la vida. Pero muy pocos de aquellos cristianos europeos alcanzaban la madurez vital. Sólo llegaban a viejos quienes lograban sobrevivir a las frecuentes epidemias, el hambre continua y las abundantísimas guerras.
Según la visión más tradicional, la Edad Media discurre entre el 476 y el 1453 ó 1492. El estudio de la vida cotidiana a lo largo de ese milenio es, en la actualidad, preocupación de un creciente número de investigadores. Entrar en ese terreno implica tener permanentemente en cuenta un hecho: la omnipresencia de unas claves religiosas –ya de origen académico, ya de raíz popular– con las que se desea dirigir y explicar el diario acontecer. San Agustín y San Isidoro, dos de los pilares del pensamiento medieval, nos hablaron de un paralelismo entre los siete días de la creación, las siete edades de la Historia en general, y los siete momentos de la vida del hombre en particular: infancia, puericia, adolescencia, juventud, madurez, vejez y senilidad. Lo que parece quedar claro para todos es que llegar a la senectud en el Medievo era una auténtica hazaña biológica. Una excepción que rompió la regla de las limitadas esperanzas de vida la constituyó la serie de longevos abades de Cluny que, desde Bernon (principios del siglo X) a Pedro el Venerable (primera mitad del siglo XII) gobernaron el gran centro monástico borgoñón durante dilatados periodos: el registro más alto lo marcó Hugo el Grande, entre el 1049 y el 1109. La norma, por el contrario, la constituirían las muy poco halagüeñas perspectivas de vida que se daban, con no demasiadas variaciones, a través de toda la Edad Media.
Las fuentes narrativas, referidas esencialmente a las categorías superiores, han recibido el impagable apoyo de la arqueología a la hora de trazar lo que, desde los actuales parámetros, es un sombrío panorama demográfico. Las excavaciones de necrópolis carolingias de los siglos VIII y IX, por ejemplo, hacen pensar que entre el 40 y el 50% de los inhumados no llegaron a la madurez; y que hasta el 25% alcanzaron sólo un año de vida. En siglos posteriores, ni siquiera principios del siglo XIII, cuatro murieron en los primeros meses y dos no llegaron a los nueve años. De los catorce monarcas de Castilla y León que reinaron entre principios del siglo XIII (Alfonso VIII) y finales del XV (Enrique IV), tan sólo dos (Alfonso IX y Alfonso X) alcanzaron los sesenta años de edad. De los restantes, uno (Alfonso VIII) superó la cincuentena; y tres (Enrique I, Fernando IV y Enrique III) murieron sin llegar a alcanzar los treinta. Es evidente que en la base de esas limitaciones se encontraban los riesgos inherentes a la problemática secuencia embarazo-parto-puerperio-primera infancia, posiblemente la principal causa de muerte entre mujeres y bebés. A esa contingencia se sumaron otras que marcaron en todo momento la evolución de las sociedades del Medievo. Una difundida invocación al Altísimo habla de tres muy especiales: “¡Del hambre, la guerra y la peste, líbranos, Señor!”
La escasez de comida en el Medievo fue producto de una dramática concatenación de factores; algunos de ellos han pervivido hasta el presente. Serán la escasa productividad de la tierra, dada la pobre fertilización, o el elemental utillaje agrícola apenas mejorado por avances como la expansión del arado de vertedera frente al clásico arado romano.
Serán las intemperancias climáticas marcadas por sequías, pedriscos, heladas o pluviosidad inclemente. Serán las plagas de insectos y roedores y las epizootias (epidemias de animales), difíciles todas ellas de combatir. Y serán también factores estrictamente humanos: esas guerras endémicas que asolan los campos o el pobre mantenimiento de una red distribuidora alterada, además, por la enorme compartimentación del poder político. De las cíclicas hambrunas que padeció Occidente, una está especialmente documentada: la de 1317, que anticipaba la cadena de desgracias del ocaso de la Edad Media.
Hablar de guerra en el Medievo no es tanto hacerlo de enfrentamientos con un enemigo exterior al estilo de las Cruzadas, de la Reconquista española o de los grandes conflictos internacionales tipo Guerra de los Cien Años. Es referirse sobre todo al infernal ritmo de vida marcado por la anárquica violencia que imponen los miembros de una bronca clase feudal: los bellatores, los que hacían la guerra. Ellos creaban un reiterado sentimiento de inseguridad entre los más desfavorecidos: los laboratores, los que trabajaban con sus manos. Los oratores eran los hombres de Iglesia que rezaban también afectados por ese desorden institucionalizado y que trataron de ejercer su autoridad moral desde el concilio de Charroux (989).
Le sucedieron numerosas Asambleas de Paz y Tregua de Dios celebradas en distintas localidades del Occidente. So pena de incurrir en severas condenas canónicas como la excomunión, prohibieron el uso de las armas entre cristianos durante determinados días de la semana y durante ciertos periodos, de acuerdo al calendario litúrgico. Se anatematizaron, asimismo, los ataques al personal no combatiente: trabajadores de la tierra, niños y mujeres, clérigos, peregrinos y mercaderes. La condena se extendió también a la destrucción indiscriminada de cosechas e instrumentos de producción. Se intentaba con todo ello transformar los enfrentamientos entre categorías sociales –guerreros, campesinos y eclesiásticos– en una, por lo general, utópica colaboración mutua.
Los estudios sobre las enfermedades del Medievo han avanzado en los últimos años, tanto desde la óptica de la ciencia médica como desde la perspectiva de la historia de las mentalidades. Amén de esos riesgos del nacimiento a la propia vida o de los devastadores efectos de una crónica malnutrición, las fuentes del Medievo situaron en un lugar de dudoso honor las recurrentes fiebres palúdicas que debilitaban las defensas corporales, acortando así las expectativas de vida. Frente a éstas y otras desgracias, la sociedad actuaba con los limitados recursos sugeridos por los tratados de medicina –que seguían en muchos casos la tradición árabe y hebrea– y con la creación de una importante red asistencial, que procuraba amparo a enfermos, desvalidos de todo tipo y a peregrinos. Además, los centros fueron impulsados desde diversas instancias: la Iglesia –era modélico el Hotel-Dieu de París–, los príncipes –caso del Hospital del Rey, fundado por Alfonso VIII en Burgos en 1195–, las autoridades municipales, o importantes dignatarios, como el Canciller borgoñón Rolin con el Hospital de Beaune (1445), joya de la arquitectura civil del momento.
Por encima de todo quedaban los acendrados ejercicios de fe en los poderes de esos santos sanadores especializados en la cura de determinados males: San Roque para la peste, San Benito para la litiasis (formación de cálculos en la vejiga), San Antonio para el ergotismo o “mal de los ardientes”, San Lázaro para la lepra y San Mauro para la gota. Se erigieron también santuarios, que son importantes metas de peregrinación y se convirtieron en escenario de esos milagros terapéuticos tan característicos de la hagiografía medieval.
Dos enfermedades transmitieron auténticos pánicos y paranoias. Una fue la lepra, con sus connotaciones no sólo físicas sino también morales, heredadas de la tradición bíblica. Frente a ella se levantará una amplia red de lazaretos (hospitales) de muy distinta importancia. El cronista Mateo París habla de hasta diez y nueve mil (cifra posiblemente abultada) para el conjunto de la Cristiandad a mediados del siglo XIII. Se logró así un férreo aislamiento de los afectados convertidos, tras un solemne ritual de exclusión, en auténticos muertos en vida. A fines del Medievo, sin embargo, se había logrado que la lepra estuviera en franca regresión en Occidente.
El otro terrible mal fue la peste. Estamos ante una expresión demasiado vaga, ya que por pestis, tanto la Antigüedad como el Medievo, designaban todo tipo de enfermedad infecto-contagiosa de difícil prevención y de efectos letales generalizados. La Peste Negra fue la peste por antonomasia y se manifestó de forma especialmente dramática con la epidemia que asoló Europa a partir de 1348 y hasta 1351. Autores como Giovanni Boccaccio nos dicen que arrebataba de forma irremisible la vida a los pocos días de contraerse. El número de bajas fue ciertamente difícil de establecer, aunque se fijó en diversas fuentes de la época –como las Crónicas, de Jean Froissart– en torno a un tercio de la población. Nuevos brotes menos generalizados se dieron en los años siguientes, hasta el ocaso mismo del Medievo.
Las élites eclesiásticas presentaron la vida en este mundo como una permanente vigilia ante el hecho irremediable de la muerte; tanto más temible si era imprevista (subitanea mors). Una buena muerte era, después de todo, el final de esa peregrinación (transitum) por un mundo plagado de limitaciones y de tentaciones. Las catástrofes demográficas de finales del Medievo –con la Peste Negra en lugar preferente– cargarían la vieja filosofía de mayor dramatismo aún. Esto se expresó en la proliferación de esos textos dedicados al “bien morir” (Arte bene moriendi), o en la expansión del género literario y pictórico de las “Danzas de la muerte”, que parecen recrearse de forma morbosa en el sentido ferozmente igualitario de ésta. La vida normal de las distintas categorías sociales se movía dentro de específicas formas de solidaridad: los caballeros combatientes en el linaje; las gentes de iglesia en el capítulo catedralicio, monástico o conventual; las gentes comunes en la parroquia o en la corporación profesional. A todos ellos, sin embargo, se les pretendían inculcar hábitos y ritmos de vida similares.
El calendario litúrgico establecía así unas celebraciones comunes a todo el orbe cristiano: Natividad del Señor, Pascua de Resurrección, Ascensión, Exaltación de la Cruz o Corpus Christi. A esas festividades se fueron añadiendo otras de ámbito mas restringido. Serían aquellas inicialmente dinásticas y que acabaron cubriendo el conjunto de un reino colocado bajo la advocación de algún santo: Santiago, San Jorge, San Dionisio, San Esteban o San Wenceslao. Serían esas celebraciones locales que creaban una particular identidad o, como se ha dicho, toda una religión cívica. Venecia, por ejemplo, honraba a su patrono San Marcos con tres rememoraciones anuales: su pasión, el traslado de sus restos a la ciudad de los canales y la inauguración de su imponente basílica. Y serían esas festividades de carácter gremial que hacían de un santo el patrón de una actividad profesional: San Cosme y San Damián para los médicos, Santa Catalina para los carreteros, San José para los carpinteros o San Eloy para herreros y orfebres. Para forjar los deseados comportamientos cotidianos, la jerarquía eclesiástica emprendió desde fecha temprana una lucha por erradicar, o al menos cristianizar, costumbres y prácticas paganas definidas genéricamente como supersticiones. El cumplimiento de los mandatos del Decálogo debía reforzarse con la práctica de siete virtudes capitales –humildad, largueza, castidad, paciencia, templanza, caridad y diligencia– enfrentadas a los otros siete correspondientes vicios: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
Al cumplimiento del precepto dominical se añadía una disciplina sacramental predicada con irregular fortuna. Se entraba en la sociedad cristiana con un sacramento que era el bautismo, obligatorio desde las legislaciones canónica y civil. Y, a partir del uso de la razón, el discurrir de la vida se marcaba con otras dos obligaciones religiosas: penitencia y eucaristía. La recepción de ambas será obligatoria, al menos una vez al año, desde la promulgación del canon Utriusque sexos del IV Concilio de Letrán (1215). La vida sexual no podía escapar tampoco a la regulación. Su actividad sólo se consideraba legítima dentro del matrimonio (séptimo sacramento de la Iglesia) y con ciertas limitaciones. Los libros penitenciales, especie de guías para confesores de los primeros siglos del Medievo, nos hablan así de abstención de relaciones conyugales en distintos momentos del año. El Penitencial del obispo Burcardo de Worms, redactado hacia 1008-1012, recuerda el respeto debido a determinados días (los domingos y ciertas señaladas festividades) y a dilatados periodos como las Cuaresmas de Navidad y Pascua o las menstruaciones y los pospartos. Estamos ante imposiciones o meras “orientaciones”, cuya infracción no supondría una reparación penitencial insoportable, pero que sí cosecharon críticas incluso desde sectores eclesiásticos, que progresivamente se relajaron. No era lo mismo la visión de la sexualidad desde una severa religiosidad de cuño monástico que la opinión de los grandes maestros de la escolástica del siglo XIII, bastante más indulgentes en lo referente a las debilidades de la carne.
El control ideológico eclesiástico en cuanto al desarrollo de la vida cotidiana experimentó ciertas fisuras con el avance de los años. A título de ejemplo, se contraponían dos formas de división del tiempo diario. Los primeros siglos medievales, de dominio abrumadoramente rural, estuvieron marcados por las horas canónicas que dividían el día en ocho partes de duración variable según los cambios estacionales: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas.
El desarrollo urbano, a partir del siglo XI, afectó a una mínima parte de la población del Occidente pero introdujo, no obstante, nuevos ritmos de vida y otra percepción del tiempo. Los relojes de las casas comunales irán difundiendo una división del día, tal y como hoy la conocemos, que resultaba más acorde con las actividades y la mentalidad propias del medio urbano.
Jacques Le Goff ha hablado así de una sustitución –que dio un importante paso en el siglo XIV– del Tiempo de la Iglesia (el tiempo como don de Dios que no se puede vender) por el Tiempo del mercader que, de acuerdo con el conocido dicho, es tan valioso como el oro.
Por Emilio Mitre Fernández
http://www.muyinteresante.es/index.php/todas-reportajes/56/6309
jueves, 8 de enero de 2009
¡Del hambre, la guerra y la peste, líbranos Señor!
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