Por Gonzalo Rovira S.
¡En un mismo día (18/9/2008) en El Mercurio se anunciaba, por una parte, que Noruega estaba dispuesto a aportar hasta mil millones de Dólares para impedir la deforestación de
El primer gran relativista del que tenemos noticia fue Protágoras. El filosofo de Abdera decía que “cada ser humano es la medida de todas las cosas”. Es decir, cada persona, cultura o “discurso” como dirían hoy, tiene sus propios puntos de vista y la verdad o justificación es relativa a estos. Y ejemplos de este tipo de argumentos, justificatorios de la destrucción sistemática del medio ambiente en beneficio de unos pocos, los leemos y escuchamos a diario.
Muy pronto Platón dio cuenta de lo engañoso del argumento relativista pues siempre está sometido a la posibilidad de que otra persona opine diferente respecto a la misma cosa: lo que para uno es daño evidente para otro no lo es o sólo es el mal menor, y así hasta el infinito.
Uno que comprendió que incluso el relativismo debía aceptar que su propia justificación es absoluta y no relativa, o no podría tener opinión de nada, ha sido Al Gore. El ex vice presidente norteamericano, en su libro Una verdad incomoda (Gedisa- Océano, 2007), señala que cuando hablamos del cambio climático nos referimos a un fenómeno “atribuido directa o indirectamente a las actividades humanas que alteran la composición de la atmósfera mundial -mediante la emisión de los gases de efecto invernadero, sus precursores y los aerosoles- y que se suma a la variabilidad natural del clima observada durante períodos de tiempo comparables”. Y aunque resulta inevitable que se lo critique, pues cuando participó del poder no fue un gran aporte a la solución de estos problemas que hoy denuncia, es evidente que su actual posición ha influido positivamente en la actitud vacilante de otros sectores de la sociedad norteamericana, que siguen pensando que el daño es según con el ojo que se lo mire.
El ex vice presidente a debido reconocer como absoluto; que durante el siglo XX la temperatura superficial global promedio de la atmósfera aumentó en +- 0.6° C; que el aumento de emisiones de dióxido de carbono, metano, oxido nitroso y aerosoles por actividades humanas continúan alterando la atmósfera; que la década de los 90’ fue la más cálida en el Hemisferio Norte y que 1998 fue el año más cálido del siglo.
Gore solo seguía el camino argumental planteado poco antes por el profesor Peter Singer quien ya había enfrentado el relativismo en política; y aunque lo considera burdo y banal, por lo que sugería como innecesario regalar tiempo a analizar su ética, él mismo dedicó al problema parte de su libro sobre George Bush, El presidente de Bien y del Mal (Tusquets, 2004), pues cuando este declaró que no iba “a permitir que los Estados Unidos soporten la carga de limpiar el aire del mundo”, nos estaba recordando algo que ya sabíamos con absoluta certeza: no podemos esperar de los otros, en particular del Norte, políticas que enfrenten el creciente daño ambiental, aunque ellos sean los principales responsables.
Antes de continuar, es necesario precisar a qué nos referimos con relativismo. Resulta evidente que hay argumentos que sólo descalifican los otros; si la “medida” es cada uno no se busca establecer conocimiento alguno, pues todo es relativo. Sin embargo, debemos reconocer que los hay también de aquellos en que lo propiamente relativo no son los argumentos, sino más bien sus premisas, o la selección que se hace de las premisas de estos; una selección relativista de premisas hace a los argumentos menos fuertes aunque no siempre necesariamente serán inválidos. En el ámbito de la discusión medioambiental encontraremos de ambos tipos.
En nuestro debate nacional nos topamos con los mismos vicios argumentales, pero con el agravante que de acuerdo a la Convención de Cambio Climático, somos un “País Vulnerable”. Con zonas costeras bajas, zonas áridas y semiáridas, áreas susceptibles a la deforestación o erosión, a los desastres naturales, a la sequía y la desertificación, áreas urbanas altamente contaminadas, y ecosistemas frágiles.
Los pronósticos son bastante malos. Los estudios de la CONAMA indican que al 2040 la zona norte del país será aun más árida, avanzando la desertificación y la reducción hídrica en la zona central, y aumentando las precipitaciones más al sur. Hacia finales del siglo XXI la situación será aun peor. Enfrentaremos cambios significativos en la temperatura y la precipitación. Derivado del proceso de calentamiento se producirá una reducción del área andina capaz de almacenar nieve entre las estaciones del año, por lo que en las regiones cordilleranas que corresponden a las de mayor productividad desde el punto de vista silvo-agro-pecuario, y en las que se ubica la generación hidroeléctrica del sistema interconectado, en todas las estaciones del año habrá reducciones del área comprendida dentro de la isoterma cero, la zona en que la precipitación debiera ser sólida. En cuanto a la pluviometría, con excepción de la región altiplánica en verano y el extremo austral en invierno, dominan las disminuciones. Si sumamos estas bajas pluviométricas a la elevación de la isoterma cero, nos encontraremos con un cuadro particularmente preocupante en las regiones Centro y Centro Sur.
Y aunque estos estudios no incorporaron la variable económica en la determinación de los impactos esperados, es evidente que lo tendrán. El Tercer Informe de Evaluación del Panel Internacional sobre Cambio Climático (2001) indicó claramente que los países en desarrollo serán más afectados que los desarrollados, en términos de inversión, economía y pérdida de vidas humanas. Por tanto, los costos de la inacción podrían ser mucho mayores que las medidas e inversiones necesarias para adaptarse y mitigar las consecuencias negativas.
Un caso en que sí podemos establecer el impacto es en nuestro Sistema Nacional de Áreas Protegidas del Estado (SNASPE), ya que un reciente informe (PNUD-GEF) estimó, con “una visión conservadora”, que el valor del flujo anual de los servicios ecosistémicos que estas proveen, “como valor ‘piso’”, es de 2.551 millones de dólares, lo que equivale a que cada hectárea protegida del país aporta anualmente a los chilenos como mínimo el equivalente a 170 dólares. Este aporte representa el 2,2% del PIB de Chile, lo que “supera en más de 20% el producto anual generado por el sector comunicaciones del país”, y “equivale a más de tres cuartas partes de los gastos en salud, a más de dos tercios de los gastos en educación y a más de un tercio de los gastos públicos para la protección social”.
Entre tanto, el propio Diario Financiero (5/7/2006) reconoce el incumplimiento por parte de las empresas de las mínimas regulaciones medioambientales que hoy establece el estado: “De las 853 compañías que la Superintendencia de Servicios Sanitarios (SISS) tiene catastradas, hasta el día viernes 30 de junio, como posibles contaminantes con líquidos a los cauces superficiales, sólo un 78% -es decir 664 industrias- ha informado que tiene conocimiento de la normativa y ha respondido a los llamados de la autoridad. Y de esas 664 empresas, apenas 421 (el 49% del total de empresas) han mandado la caracterización, es decir, el estudio sobre su nivel y tipo de contaminantes que vierten a los ríos, sobre el cual la SISS evalúa si deben hacer plantas de tratamiento o no. Lo anterior, pese a que el plazo para entregar las caracterizaciones venció hace casi dos años”.
La tasa de crecimiento económico y la tasa de destrucción de los ecosistemas seguirán relacionados mientras no exista la decisión política de lograr compatibilizar desarrollo y medioambiente. La decisión de asumir un rol activo como estado, normando y controlando el cumplimiento de estrictas regulaciones medioambientales es parte fundamental del único camino para poder dejar a nuestros hijos un medioambiente parecido al que nosotros vivimos.
Actualmente se discute en el congreso un proyecto de ley que crea el Ministerio y la Superintendencia de Fiscalización Ambiental. Este paso cambia la institucionalidad vigente, y crea un necesario ente fiscalizador, pero al mantener repartidas las atribuciones ambientales en diversos ministerios, resulta que los mismos que están encargados de fomentar la explotación de nuestros recursos naturales se mantienen como supuestos responsables de las acciones de su conservación. El débil progreso resulta frustrante frente a la urgencia de los desafíos medioambientales; pero no es casual que El Mercurio (29/11/2008) se quejara amargamente del avance de esta limitada ley.
Efectivamente, desde afuera de la economía de mercado -como señala Gore en su libro-, también es posible el impulso de políticas ambientales sustentables por parte del gobierno, pero ello requiere la decisión de llevarlas a cabo. El estado tiene muchos mecanismos directos de presión y coerción para lograr que las grandes empresas nacionales y multinacionales respeten nuestras aún insuficientes normativas medioambientales, y para esto es determinante no esperar un “ajuste natural” del sector público, como señala el documento de la Ley, sino entregar las atribuciones a los organismos que se están creando, y así no se confundan intereses sectoriales, aparentemente relativos, que terminan haciendo ineficientes las políticas del estado.
A pesar que los datos con que contamos no resisten relativismo alguno, el tema de la defensa del medio ambiente resulta ser un permanente dolor de cabeza para quienes ven en el accionar de los activistas un acto de agresión al progreso social, y no un necesario llamado de atención respecto a su destrucción. El punto es ¿Cuáles son nuestros límites como sociedad? ¿Cuál es la medida de nuestro compromiso?
El tema central es quién define esos límites, quién establece la política nacional a la que deben atenerse y limitarse los privados y las empresas del propio estado. La seguridad jurídica es un bien social, y también significa no quedar a merced de los intereses de poderosos grupos económicos. Podemos exigir que la contaminación se compense, pero ¿Cuál será el límite? ¿Cuál su medida?
El estado no sólo debe tener “organizaciones responsables en la gestión y con un sistema de fiscalización eficiente y sujeto a rendición de cuentas”, además debe definir esos límites. Aunque en Chile hemos establecido el importante valor económico que tiene nuestro “medio ambiente poco intervenido”, las empresas privadas, recurriendo al relativismo de las premisas, insisten en considerar un gasto y no una inversión el dinero ocupado por los servicios públicos para la conservación o protección ambiental, aun sabiendo que al hacerlo estamos valorizando nuestros activos como país. Y, de manera simultánea, sus medios de comunicación, no consideran o relativizan las externalidades negativas de las acciones privadas y públicas sobre la matriz ambiental, llámense centrales hidroeléctricas o carreteras sobre territorios no explotados, las que no son valoradas económicamente como pérdidas de activos para el país.
Chile requiere de una matriz energética que responda a su creciente desarrollo económico, pero ¿una basada en centrales hidroeléctricas, con el consecuente daño ecológico y económico es nuestra medida? ¿Cuál es el valor de las pérdidas de servicios ambientales que implica la modificación de los ecosistemas de Aysén por el proyecto Hidroaysen? ¿Y si le sumamos las pérdidas del mismo tipo del proyecto agregado, constituido por la línea de transmisión de energía hacia el norte, que lamentablemente no se evaluará junto a Hidroaysen, aunque son un mismo gran proyecto, ya que sin la central no hay tendido eléctrico y viceversa?
Hoy existen otras fuentes energéticas, y es evidente que el alto costo real de las actuales, incluida la atómica, incentivara el camino de búsqueda de otras nuevas. El Mercurio, con similares argucias argumentales, nos plantea que el desarrollo de fuentes de energías alternativas (eólicas, solares, etc.) significará un “encarecimiento” de un 3% en los costos de energía en los próximos años ¿Y los beneficios económicos de largo plazo, a que porcentaje de nuestro PIB equivalen? Y ello sin analizar lo falaz que resulta este argumento, si consideramos la forma real en que se determina el precio que pagamos por la energía.
Todo indica que deberemos explorar nuevas formas de satisfacer una matriz energética que responda a nuestras necesidades de mediano y largo plazo. Si bien es efectivo que otros países ya han incorporado la energía atómica a su matriz, nada nos indica que su concepto de desarrollo sustentable sea el adecuado, lo que sí es efectivo es que estos esfuerzos han traído consigo un importante desarrollo científico. De cualquier forma, debemos asumir que el desarrollo de una matriz responsable significa también invertir en ciencia y tecnología.
El tema es que la misión del estado no es construir aparato estatal, sino hacerlo para elaborar dichas matrices y así no administrar la que elaboran los privados, cuyo objetivo es la obtención de utilidades y no el bien común. El estado no sólo debe tener “organizaciones responsables en la gestión y con un sistema de fiscalización eficiente y sujeto a rendición de cuentas”, también debe tener matrices medioambiental y energética, las que deben ser compatibles entre si y reguladas por órganos completamente independientes. El tenerlas o no, es una responsabilidad del estado que no debe quedar sometida a acuerdos políticos que perjudiquen nuestra calidad de vida y la de las futuras generaciones.
Resulta evidente que dada la situación que enfrentamos debemos buscar el máximo rigor, y no cabe el relativismo argumental en ninguna de sus formas. Entonces, a primera vista, pareciera tener toda la razón Platón al señalar en el Teetetos, contra el relativismo de Protágoras, que la medida de las cosas somos todos nosotros. El sentido común ha ido consolidando esta versión popular que nos da cuenta de la palabra hombre como referida a todos los individuos, en un concepto de colectivo humano, en tanto portadores de una sabiduría superior a cualquier otra instancia, la que deseamos que nos permita salir airosos de este desafío de sobrevivencia: “el hombre es la medida de todas las cosas”, y no cada persona.
Aunque Platón critica la visión de Protágoras, de la verdad y de la ciencia, y más allá de lo que presumamos que en realidad sostenía este último, pues Protágoras no está presente como personaje en ese diálogo, creo que la solución de Platón se presta a equívocos. Nuestro actual concepto del colectivo humano no es propiamente platónico, aunque sí podría serlo que este colectivo -o cada uno de sus miembros- sean portadores de una sabiduría superior a cualquier otra instancia. Pareciera que las ambigüedades son las que hacen aparecer la solución de Platón como la políticamente más correcta, la más ajustada a lo que nuestra sociedad espera.
Por tanto, debo confesar que no logre comprender que nos quiso decir Protágoras con su obscura frase, pero tampoco que nos quiso decir Platón con su solución ¿Existe algo así como la medida universal? ¿Esa sabiduría superior, de “todos los hombres” –en su particular concepto de tales-, se refiere a verdades, saberes o sentido común? La adaptación moderna y políticamente correcta de la solución de Platón tampoco parece conducirnos a alguna parte.
El polémico filosofo Hilary Putnam, respondiendo al relativismo, en un paso que me hace sentido, complementa la solución menos satisfactoria del camino platónico y, distanciándose de la frase de Protágoras, finalmente nos propone que al enfrentar estos argumentos lo importante es darse cuenta que: si todo es relativo, lo relativo también es relativo. En definitiva, creo este principio cierra el camino del relativismo puro.
Sin embargo, y respecto al relativismo de las premisas, pareciera que el camino más apropiado debiera ser la especificación de algún tipo de criterio de evaluación de estas. Por mencionar un par: las premisas del argumento le dan rigor cuando entregamos la totalidad de los datos con que contamos (por ejemplo, cuando Gore acepta que la acción del hombre es determinante en el cambio climático, más allá de su “variabilidad natural”), y es relativista cuando se oculta parte sustantiva de la información, seleccionando sólo aquella útil para sus intereses (el argumento de El Mercurio que pretende descalificar el potencial de las energías alternativas). Las premisas pueden recurrir a datos verificables, pero también pueden no hacerlo. En fin, Política y filosofía no son lo mismo, pero se deben y pueden acercar.
Tal como no ha sido el objeto de este articulo la evaluación de las teorías anti relativistas, y es una tarea pendiente, también debiéramos establecer en qué respectos filosofía y política no son lo mismo; cuál es la distancia que debiera superar el político; que rol desempeña la responsabilidad social y que permitiría superar la brecha desde la política a la filosofía; y si es así, deberemos especificar si la responsabilidad la estamos considerando como una categoría moral, individual, o como una categoría del sentido común -político, por darle un nombre. De esta última definición dependerá si debemos y podemos cruzar sus argumentos, lo que me parece necesario justamente porque somos socialmente responsables del daño ya irreparable que sufre nuestro medio ambiente.
Crónica Digital
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